Un día, un amigo, nos presentó a Richard Feynman. Bueno, no es que lo conocimos en una cena. Pero, nos habló tanto de él que nos llevó a querer descubrirlo y a incorporar muchas de sus enseñanzas. Richard Feynman fue un físico estadounidense, ganador del premio Nobel en 1965 por sus contribuciones al desarrollo de la electrodinámica cuántica. Parece que era alguien muy carismático, con una tremenda capacidad para explicar conceptos complejos de forma sencilla y entretenida. El proponía que cada persona se hiciera sus doce preguntas fundamentales. Algunas podrían ser muy concretas y terrenales. Sobre trabajo o intereses. Otras, tal vez, más filosóficas. La cuestión clave era que esas doce preguntas fueran importantes, de verdad, para la persona que las formulaba.
Nosotros le hicimos caso y cada una tiene sus doce preguntas esenciales. Las tenemos siempre presentes y todo lo nuevo que nos pasa o conocemos, lo conectamos con alguna de nuestras preguntas para ver si encontramos respuestas.
Julio Cortázar escribía en Rayuela: «El hombre es el animal que pregunta. El día en que verdaderamente sepamos preguntar, habrá diálogo. Por ahora las preguntas nos alejan vertiginosamente de las respuestas.”
Desde chicos preguntamos instintivamente como llave para sobrevivir y desde nuestra curiosidad y capacidad de asombro. Con total inocencia exacerbamos los “por qué” hasta que aparecen las inhibiciones o respuestas que desalientan la pregunta fresca y genuina.
Las preguntas son un canal de comunicación porque tienen por objeto que alguien responda lo que sabe de algo. Son piezas claves en muchos campos del conocimiento. La filosofía con Sócrates y su Mayéutica, ejercita su uso. La psicología y la medicina las necesitan para sus diagnósticos y terapias. La investigación científica considera fundamental la habilidad del investigador para traducir un problema en una buena pregunta. Los que lideran o gerencian proyectos, reconocen el valor de interrogar a los interesados como parte fundamental de la gestión de las comunicaciones.
En la abogacía, solemos vincular la capacidad de formular preguntas, a interrogatorios de testigos o a meros instrumentos de la mediación. “El arte de preguntar” no es una materia a estudiar, y sin embargo resulta transversal a todo el ejercicio de nuestra profesión. Preguntar para entender el conflicto, para desentrañar intereses y comprender posiciones, para desarrollar la empatía, para buscar soluciones, para elegir los instrumentos jurídicos adecuados.
La pregunta cerrada o abierta, explorativa, múltiple, hipotética y hasta la pregunta retórica que es casi la anulación de su sentido, en tanto se formula sin esperar que haya una respuesta de otro. La pregunta como modo eficaz de conectar con las personas, de entablar buenas conversaciones y de ayuda para construir mejores ideas. La pregunta como medio decisivo para interactuar con una inteligencia artificial como Chat GPT, y optimizar sus resultados, al acotar búsquedas y orientar respuestas.
La pregunta que también puede ser vehículo para que la poesía cumpla con su función vital de interrogar el mundo, como nos muestra Neruda en su Libro de las Preguntas: “¿Por qué se suicidan las hojas cuando se sienten amarillas?…¿Por qué los árboles esconden el esplendor de sus raíces?…¿Quién oye los remordimientos del automóvil criminal?… ¿A quién le puedo preguntar qué vine a hacer en este mundo?…¿Quién puede convencer al mar para que sea razonable?… ¿No es mejor nunca que tarde?”.
Las preguntas impulsan lo que pensamos. Son el motor. Sin preguntas no tendríamos sobre qué pensar. Tal vez la calidad de nuestro pensamiento está condicionada por la calidad de nuestras preguntas. Si no hacemos buenas preguntas no aprendemos. Melina Furman, doctora en Educación e investigadora del Conicet en su charla de TedXRíodeLaPlataED nos dice que una de las claves para aprender ¨es ponerle foco a las preguntas, transformar esas preguntas fácticas, esas preguntas muertas, en preguntas para pensar¨.