Por momentos nos aparece un sentimiento de nostalgia. Y el fin de año aporta lo suyo. Algo así como un sentimiento de pérdida, que a veces tiene que ver la realidad y otras con fantasías personales de cosas que no sucedieron, o con oportunidades que tal vez no se repetirán. A nosotras es un sentimiento que no nos gusta, nos da tristeza. Pero parece que según estudios científicos es una emoción positiva, que nos lleva bucear en nuestro interior y ayuda al autoconocimiento.
En estos tiempos en que tan rápido va cambiando nuestra vida, la nostalgia aparece muy a menudo. Nostalgia de lugares, de personas, del mundial que ya pasó, de algún proyecto que no se concretó o que se dio de manera diferente a como lo soñamos, de conversaciones, de abrazos, de cercanía.
Julio Cortázar escribía en Rayuela: «Se puede matar todo menos la nostalgia… la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña.» Un hueco que parece insaciable de llenar.
La aceleración de la vida tal vez profundiza la sensación de nostalgia. Cambiamos de escenarios, de trabajos, de tareas, de proyectos, de compañeros de ruta. Y por momentos podemos creer que el cambio nos exige borrar, suprimir partes de nuestra persona. El precio de adaptarnos con miras a un nuevo comienzo. Sentimos nostalgia de lo que fuimos, de otras etapas de nuestra vida en las que hacíamos cosas distintas.
Pero la idea no es perder sino sumar. Y sin pérdida, no hay nostalgia. Cambiar no tiene por qué importar una resta de nuestro ser, ni de lo construido. Y en esto nos subimos a Borges que nos recuerda que todo hombre debe pensar que cuanto le ocurre (aun la ceguera, en su caso) es un instrumento; que todas las cosas le han sido dadas para un fin. Tomar lo que nos pasa y todo lo que somos, y aprovecharlo, como arcilla para nuestro arte.