Hablamos de que no hay atajos para ser felices como tampoco los hay para
aprender a pensar. Pero no podemos ser felices si no pensamos bien. Es
verdad, todo el mundo piensa, pero una gran mayoría se preocupa sólo por
razonar, por descubrir argumentos. Se confunde razonar con pensar bien.
Cuando Rodin proyectó la obra Las Puertas del Infierno, imaginó a Dante
delante de ellas, sentado en una roca, y absorto en una meditación profunda,
mientras concebía su poema. Luego la escultura adquirió autonomía y hoy, a
quien fuera un poeta, lo conocemos como un pensador. La idea de Rodin –
según declarara- era representar al hombre como símbolo de la humanidad: “Al
hombre rudo y laborioso que se detiene en plena tarea a pensar”. Es alguien
que piensa con cada músculo de su cuerpo. Alguien que no es un soñador,
sino un creador.
La afirmación marca dos fases, dos tiempos conectados por un “detenerse”. Lo
laborioso, la actividad y el pensar.
Vivimos en una era de exceso de estímulos e información. Es fácil caer en el
activismo y en agendas saturadas que reflejan cierta resistencia al
aburrimiento. Vamos perdiendo control de nuestra vida. Nos dejamos llevar, en
lugar de ir. Nos llevan, pero no vamos.
Se trata de hacer un alto para pensar en forma correcta. Ser conscientes de
que eso requiere de una disposición, de darle un lugar, de hacerse las
preguntas adecuadas. Pensar no es sólo poner en marcha el aparato racional.
Pensar es advertir que los datos no son todo, es entender la circunstancia y el
contexto, es comprender cómo y qué es lo que sentimos.
No hace falta ir a París para ver El pensador, basta con caminar por la Plaza
del Congreso en Buenos Aires, donde hay una réplica del original. A La Divina
Comedia también la tenemos a nuestro alcance, y su lectura es recomendada
enfáticamente por Borges. Según él, nadie tiene derecho a “privarse de esa
felicidad”.