Amelia Earhart
La historia de una pionera
Era un sábado de mayo de 1932 y apenas pasaban unos minutos de las diez de la mañana. En el aire se apreciaban la humedad y el olor a sal del Atlántico, cuyas olas rompían en la parte baja del acantilado. Arriba, rodeado de verde, estaba un hombre. Su expresión era la de un alucinado, no podía creer lo que veía. Sus ovejas, impasibles, escasamente se inmutaron ante lo inverosímil de la situación: Un aeroplano rojo acaba de aterrizar en medio del campo y de él descendía ¡una mujer!
—¿Dónde estoy? —preguntó ella quitándose el casco y extendiéndole al hombre la mano—.
—En el pastizal de Gallegher, ¿viene de lejos?
—De los Estados Unidos.
Amelia Earhart ese día aterrizó en el norte de Irlanda rompiendo varios récords: Se convirtió en la primera persona en cruzar el Océano Atlántico dos veces, con marca de velocidad; la primera mujer en hacerlo en solitario y en la piloto con más millas de travesía sin escalas.
Esa noche, en la mejor habitación de hotel que le pudieron conseguir, Amelia pensó en el Juez Otis, su abuelo, y en lo que le dijo siendo una niña: «Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer realidad tus sueños». Sonrió. Le vino entonces a la memoria la caja en la que a esa edad guardaba todo aquello que atesoraba. En concreto, se acordó del libro en el que coleccionaba recortes sobre logros llevados a cabo por mujeres, no eran demasiados. Sintió cosquillas en las mejillas al imaginar que ella podría llegar a estar en el álbum de alguna niña. Pensó, después, en esos pilotos a los que atendió siendo auxiliar de enfermera en el centro de aviación de Toronto. Habían luchado en la Primera Guerra Mundial y en sus historias podía rastrear, sin temor a equivocarse, la semilla de su pasión por volar. Se rio fuerte al recordar la cara de sus papás cuando les dijo, después de abandonar la carrera de medicina, que ella lo que quería era pilotar un avión.
La luna brillaba en lo alto, la podía ver desde la ventana, y aunque estaba cansada, Amelia no podía conciliar el sueño. Los recuerdos y las vivencias se le agolpaban sin parar. El vuelo no había sido fácil. A la altura del meridiano 45 el viento la zarandeó como si volara en un avión de papel y para empeorar las cosas el colector de escape se rompió y sus instrumentos de navegación comenzaron a fallar. Por un instante revivió la imagen de las llamas sobre la capota, sacudió la cabeza con fuerza y se acercó a la mesa de madera de donde cogió un vaso del que bebió agua. Se acordó entonces de otro vuelo. El primero, ese que duró diez minutos por las colinas de Hollywood y la costa de Los Ángeles y que su papá pagó pensando que con ello saciaría su curiosidad. Amelia tenía entonces 22 años y lejos de mitigar su deseo, comprendió que se había enamorado para siempre. «¡Qué equivocado estabas, papá!», dijo fuerte, satisfecha.
De ahí, su mente saltó a otro recuerdo, a su primer trabajo, como telefonista, y a los que siguieron después, todos igual de precarios, pero que le sirvieron para pagar sus horas de vuelo y comprarse «El Canario», su adorada avioneta amarilla con la que rompió algunos récords. Sus enormes ojos claros se cerraron por unos segundos al evocar la época que vino después, en la que tras la ruina económica de su familia se vio obligada a deshacerse de él, pero se abrieron divertidos cuando pensó en «El peligro amarillo». Un sustituto imperfecto aunque increíblemente rápido. En aquel automóvil su mamá y ella atravesaron el país hasta llegar a Boston bajo los atónitos ojos de la gente del interior que nunca había visto algo así.
Ya acostada en la cama, Amelia pensó en esa llamada que le cambió la vida y sonrió al recordar la entrevista que unos días más tarde sostuvo con George Putnam. Qué lejos estaba de imaginar que serían las primeras palabras que intercambiaría con el que se convertiría en su marido. Amy Guest, una acaudalada aristócrata, estaba empeñada en que si no podía ser ella quien sobrevolara el Atlántico para igualar la proeza llevada a cabo un año antes por Charles Lindbergh, debía ser otra mujer; y Putnam fue contratado para dar con la candidata idónea. «¿No tiene miedo? He visto a pocos hombres con su temple», le dijo él aquella tarde de abril de 1928. «Quizá, es porque no ha visto a demasiadas mujeres». Qué desparpajo, Amelia. «¿Por qué vuela, señorita Earhart?» «Vuelo porque puedo» Al rememorar esas palabras sintió que una corriente eléctrica, mezcla de orgullo y felicidad, le recorría el cuerpo, seguía siendo así. Evocó entonces el momento exacto en que el 4 de junio de ese año, después de 20 horas y 40 minutos, Wilmer Stultz, el piloto, Louis Gordon, el mecánico, y ella, «la carga», pisaron tierra. Lo primero que hizo al bajar fue gritar a todo pulmón: «¡Wil ha pilotado y yo le he asistido!» «Pero ¿qué haces?», le preguntó él alarmado. «Tú has firmado un contrato de confidencialidad, yo no. Tú has pilotado y yo soy la primera mujer en sobrevolar el océano. Esa es la verdad y ¡me gusta como suena!»
Sí, le gustó. Al menos así pudo decir la verdad, pero Amelia en su fuero interno siempre sintió que aquello no dejaba de ser un engaño. Por eso, aquel 20 de mayo de 1932, exactamente cinco años después de que Lindbergh pasara a la historia y cuatro de que ella sobrevolara el Atlántico en calidad de «carga», se subió al precioso Lockheed Vega de color rojo vibrando de emoción. Lo haría sola y de lograrlo el mérito sería suyo y de nadie más.
«Dios mío, Amelia, lo lograste», se dijo feliz. Su mente volvió una vez más a George, su mejor amigo, su cómplice, y a la última conversación que tuvieron: «El último parte del tiempo, no pinta nada bien, Amelia. A la altura del meridiano 45 te sorprenderá un choque de corrientes. Convendría reevaluar el calendario de vuelo». «¿Y retrasar el despegue? ¡Ni pensarlo!», le contestó guiñándole un ojo. «Ay, George –dijo Amelia de manera casi inaudible mientras colocaba sus dedos entrelazados debajo de la cabeza–, creo que lo que estoy pensando no te va a gustar».Y es que aquella noche, en aquella cama, Amelia empezó a soñar en la última de las fronteras por traspasar: circunnavegar el globo terráqueo por el Ecuador. Quería convertirse en la primera persona en dar la vuelta al mundo más larga posible.
Amelia Earhart no lo logró. Salió de Miami el 1 de junio de 1937 y después de más de 35,000 kilómetros de vuelo acumulados y treinta y un días, se quedó a poco más de 11,000 kilómetros de completar la hazaña. El 2 de junio, a bordo de un Lockheed Electra contactó por última vez con el buque «Itasca»: «Debemos estar por encima de ustedes, pero no los vemos… El combustible se está agotando».
«Las mujeres deben intentar hacer las cosas que hacen los hombres. Los fracasos de unas solo serán un reto para las que vengan después».
—Amelia Earhart¨