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Published on: Las historias de vida de Maura Campillo

Cecilia Payne – Una estrella en el horizonte

Cecilia Payne

Una estrella en el horizonte

 

Desde que tuvo uso de razón, Cecilia supo que quería hacer ciencia. Con ocho años ya practicaba experimentos usando grupos de control: separó los exámenes que tenía que rendir en dos grupos, a uno le rezó y al otro no –no me digan que no es impresionante; yo, a los ocho, para horror de mis papás, no hacía más que subirme a donde no debía y bajarme por donde no se podía y a veces hasta lo hacía en patines– y con doce, Cecilia hablaba tres idiomas, tenía conocimientos básicos de latín, dominaba la aritmética y estudiaba geometría y álgebra, materias que apenas se impartían en su colegio. Una mente inquieta, brillante, como las estrellas.

 

Cecilia nació en 1900, en Inglaterra, y tuvo la suerte de nacer en un hogar en el que se promovía el conocimiento –su hermano fue a Oxford, su hermana a la Universidad de Londres y ella a Cambridge. «Siempre quise ir a Cambridge», la escuchamos decir en una entrevista con voz clara y desenfadada, tras la que esconde una timidez que ella misma admite y una humildad que contrasta con sus logros–. Un hogar en el que no se apocaba a las mujeres, al contrario de lo que sucedía en la educación formal donde se les preparaba para ser madres y esposas ejemplares. Por fortuna, aún en esas condiciones, Cecilia se topó con Miss Dorothy, una maestra que vio en ella a una niña fuera de lo común y que se esforzó en suplir las deficiencias del programa de estudios. Le prestaba sus libros de física y la llevaba a museos –uno de esos libros, por cierto, fue el Principia de Issac Newton–.

 

Cecilia Payne es una grande entre las grandes. Me cuesta trabajo entender cómo es que la mayoría de nosotros no sabemos quién es, ni qué descubrió; cómo es que su nombre no nos suena, cómo es que no sabemos que fue ella, Cecilia Payne, la que desentrañó uno de los misterios más grandes del universo: De qué están hechas las estrellas.

 

Antes de su descubrimiento se creía que los elementos químicos que componían la Tierra eran exactamente los mismos que formaban las estrellas. Cuando Cecilia estableció que el sol y por tanto las estrellas se componen de hidrógeno y helio, y no de carbono, silicio y hierro (como nuestro planeta), los científicos quedaron impresionados. Lo que decía esa jovencita, de apenas veinticinco años, implicaba un cambio de paradigma, toda una revolución en el conocimiento. Algunos lo tomaron con muchísimas reservas, otros de plano rechazaron sus conclusiones. Eddington (quien fue el primero en probar de forma experimental la relatividad general de Einstein y también el «culpable» de que nuestra protagonista se enamorara del cielo y terminara dedicando su vida a las estrellas) dijo al respecto: «la idea no es tan descabellada como podría parecer a primera vista y luego explicó por qué». Recuerdo –nos cuenta la propia Cecilia– que le dije a Eddington que me sorprendió descubrir la gran proporción del material del universo que es hidrógeno. Él sonrió y dijo: «bueno, eso está en la superficie de las estrellas, pero no sabes lo que está adentro de ellas».

 

Henry Russell, posiblemente el astrónomo más influyente de la primera mitad del siglo XX, cuando leyó aquella disertación (la tesis que convertiría a Cecilia en la primera mujer en obtener un doctorado en astronomía en el Radcliffe College de la Universidad de Harvard), dijo que aquellas conclusiones eran «claramente imposibles» y la invitó a no publicar ese trabajo. Cosas de la vida, cuatro años más tarde, Russell llegó a las mismas conclusiones que Cecilia, y durante no poco tiempo se le atribuyó a él, y no a ella, el descubrimiento.

 

Cecilia, cuando recibió los comentarios de Russell, se desmoronó y su confianza evidentemente se vio afectada, pero se mantuvo en su idea. Lo que hizo fue añadir al final de su tesis que «posiblemente» sus deducciones eran erróneas. No lo eran, y la ciencia misma acabó otorgándole la razón. Décadas después, en 1960, los astrónomos Otto Struve y Velta Zebergs definieron esa investigación como «la tesis doctoral en astronomía más brillante de la historia».

 

Cecilia, ya se pueden imaginar, no lo tuvo fácil. No lo tuvo fácil para llegar a ser astrónoma –en Cambridge ni siquiera le dieron un título. «Las mujeres no teníamos el privilegio de obtener el título de la universidad. Te otorgaban un certificado: que habías cumplido los requisitos, que habías aprobado los exámenes y que habías alcanzado cierto nivel en ellos, y que, si hubieras sido hombre, te habrían dado el derecho a tener la licenciatura, y a los dos años el máster»– y no lo tuvo fácil después.

 

Pese a haber respondido una pregunta central para la ciencia, pese los avances que devinieron de sus investigaciones posteriores en estrellas variables y pese a haberse convertido en la primera doctora de astronomía de Harvard, Cecilia Paye siguió siendo considerada una mera asistente y cobrando mucho menos que sus colegas durante años. No fue sino hasta 1938, trece años después de doctorarse, que fue nombrada oficialmente astrónoma, y no fue sino hasta 1956 que se le otorgó el puesto de profesora asociada. Ojo, la primera en todo, y la primera también en ser nombrada jefa de departamento.

 

Hacia el final de su vida escribió:

 

«La gente joven, especialmente mujeres, a menudo me pide consejo. Aquí está: No emprendan una carrera científica en busca de fama o dinero, hay formas más fáciles y mejores de llegar a ellos; empréndanla solo si nada más les satisface, porque probablemente no reciban nada más. Su recompensa será la ampliación del horizonte a medida que asciendan y si logran esa recompensa no pedirán otra».