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Published on: Las historias de vida de Maura Campillo

Santiago Ramón y Cajal – Los caminos de una vocación

Santiago Ramón y Cajal

Los caminos de una vocación

Parado frente a aquel cuadro, Santiago ni siquiera se da cuenta que a su alrededor hablan de él. Su atención está puesta en un caballo, adora esas mañanas en el Museo del Prado. El tiempo allí transcurre a un ritmo propio, distinto, y sin embargo muy parecido al que experimentaba hasta hacía no tanto frente a su microscopio: Un tiempo que él no sentía pero que pasaba deprisa.

 

Instintivamente, Santiago, de unos setenta años, se lleva la mano a la oreja, como hace cada vez que evoca su niñez. «Será de tantos tirones como recibí y a decir verdad no del todo injustificados», cuenta en sus memorias; y es que aquel caballo le recuerda la vez en que su papá descubrió sus dibujos y lo llevó de la oreja a ver al maestro que pintaba escenas de ángeles y demonios en la iglesia del pueblo. El papá quería saber si su hijo tenía talento. Él era médico y quería que Santiago también lo fuera. El pintor, probablemente intuyendo la respuesta que don Justo Ramón quería escuchar, dijo que los dibujos del niño eran una chapuza, que el caballo parecía de juguete. Ese día los dibujos de Santiago Ramón y Cajal fueron todos a parar al fuego que servía para calentar la casa.

 

Don Santiago, ajeno a las miradas que su presencia atrae en el museo, camina hacia las salas dedicadas a Goya, quien como él, nació en las tierras frías e interiores de Aragón. Mientras lo hace, no puede evitar seguir pensando en su padre, y en su niñez. Concretamente, evoca el día en que derribó el cerco de un vecino con un cañón de su autoría. Era un chiquillo, de unos nueve o diez años. Su padre no solo no se opuso a que lo encerraran cuatro días en la cárcel, sino que exigió que lo tuvieran a pan y agua.

 

Sí, Santiago Ramón y Cajal, premio Novel de medicina y padre de la neurociencia moderna, era un gamberro y un mal estudiante. En el colegio se resistía a repetir de memoria lo que no era capaz de comprender. «Me sobra ignorancia y me falta fe», escribió de grande. Necesitaba entender el porqué de las cosas, necesitaba respuestas, unas que los frailes con los que estudiaba no le podían dar. Obstinado, rebelde, anestesiado contra los castigos físicos que le imponían y obsesionado con la idea de convertirse en pintor en contra de la voluntad de su padre, tenía tantas faltas, que en opinión de uno de los sacerdotes «no tendría tiempo de cumplir con todos los castigos ni aunque repitiera curso».

 

Su papá, desengañado de aquel método, resolvió matricularlo en el instituto de Huesca. Sin embargo, una vez ahí, las cosas no cambiaron demasiado, los resultados seguían siendo más o menos los mismos. «El curso que viene tendrás un acomodo diferente y no te va a gustar», le advirtió un día don Justo. Lo sacó del bachillerato y lo colocó como aprendiz, «primero en una barbería y después con un zapatero remendón». Santiago se conformó. Desesperado, don Justo, recurrió a su última baza. Le propuso matricularlo en la escuela de dibujo de Huesca a cambio de que terminara el bachiller. Santiago aceptó de inmediato. Terminó la escuela con notas sobresalientes. «Sé que tú lo que necesitas es ver y tocar para aprender la naturaleza de las cosas. Hazlo. Yo te prometo que voy a hacer de ti un médico, un buen médico», le dijo colocando en sus manos un cráneo poco antes de inscribirlo en la escuela de medicina de Zaragoza.

 

Santiago se graduó con honores y fue poco antes de hacerlo cuando casi por casualidad se inclinó en el único microscopio que había en la facultad. «Sentí como una revelación, entusiasmado y conmovido, al ver girar los glóbulos blancos y rojos».

 

Al alcanzar los desastres de la guerra pintados por Goya, la mirada de don Santiago, aquella mañana de 1922, se ensombrece. El recuerdo del año terrible que pasó en Cuba le toma por sorpresa: la enfermedad, la muerte, la corrupción. Pero en seguida se recompone y un destello juguetón vuelve a iluminarle la cara: Sobrevivió y una de las primeras cosas que hizo al regresar, cuando le pagaron sus sueldos atrasados de capitán, fue comprar su primer microscopio. Qué dicha más grande. Parecida a la que sintió cuando Silveria le dijo que sí.

 

Doctor Bacteria, así firmaba los artículos de divulgación científica que escribía en un periódico local de Valencia, donde ganó la catedra que tanto anhelaba después de casi cinco años de intentarlo. No por falta de preparación, sino por falta de contactos y de pedantería. Fue allá, en Valencia, donde Santiago, seducido por los experimentos de Freud, abrió en su casa una insólita consulta a la que acudían todo tipo de personas afectadas por desórdenes de la mente. De haberla mantenido, habría amasado una fortuna, pero saciada su curiosidad, decidió cerrarla. Eso sí, no mucho después le explicaría a Silveria los secretos del parto sin dolor y la ayudaría a traer al mundo al último de sus hijos.

 

Fue en 1888, cuando Santiago decidió que había llegado el momento de presentar su célebre teoría de la neurona –una teoría que, en síntesis, viene a demostrar que las células nerviosas, a través de sus prolongaciones, están unidas por contigüidad y no por continuidad–. En un principio, la teoría no causó revuelo, si acaso fue acogida con desgana. «Resulta muy sorprendente que lo que dice no se haya visto antes por nadie, siendo un hecho tan trascendente», le escribieron.

 

«Nunca he sido un superdotado, sino únicamente un aragonés testarudo y con paciencia y cuando un aragonés se decide a tener paciencia que le echen a los alemanes». Me da risa esa frase consignada en sus memorias. Mi suegro es aragonés, y es así. Cuando deciden algo no hay quien los detenga.

 

Ramón y Cajal, con sus propios medios, al igual que había hecho todo –igual que había dado a conocer cada publicación científica firmada por él– se fue a Berlín, al Congreso de la Sociedad Anatómica Alemana. Estaba seguro que si lograba enseñarles sus muestras, si lograba sentarlos a su microscopio para que vieran con sus propios ojos lo que él había visto y dibujado, le creerían. Kölliker, el más afamado histólogo, no solo le creyó, sino que decidió en ese mismo momento aprender castellano para leer sin tropiezos los ensayos médicos de Ramón y Cajal.

 

El resto, como dicen por ahí, es historia.

 

Estoy segura que don Santiago, allí parado frente al cuadro que más le gusta, no puede evitar pensar en lo que diría su papá si pudiera ver que su hijo, convertido en un médico de fama mundial y al que había dado por imposible, todavía sueña con ser pintor. Y me pregunto yo qué diría él si supiera que sus dibujos han sido admirados por millones de personas en algunos de los museos de arte más prestigiosos del mundo.