Thomas Alva Edison
Una limitación favorable
En 1877 un hombre de espíritu inquieto tuvo la brillante y genial idea de crear un dispositivo capaz de grabar y reproducir el sonido. Llevaba meses trabajando en otra cosa, en una máquina que pudiera grabar mensajes telegráficos, cuando se preguntó si reproducir el sonido sería posible. Se puso manos a la obra y poco tiempo después grabó y reprodujo con una manivela las dos primeras líneas de la canción “Mary had a little lamb” –sonrío, las primeras palabras sonoras provienen de ¡una canción infantil!–. Aquel hombre acababa de inventar el fonógrafo, un artefacto que nos cambiaría la vida –en serio, imaginen por un momento no poder reproducir un disco, una canción; o las películas sin diálogos, sin banda sonora–, pero en el momento en que lo dio a conocer no fue visto así, se le restó importancia y la invención fue calificada por la prensa como una «simple novedad».
Ese joven, como probablemente ya habrán intuido, es el mismo que dos años más tarde revolucionaría el mundo con sus bombillas de larga duración, y más baratas que las que ya existían –y que en realidad no funcionaban muy bien–; exacto, Thomas Alva Edison.
Una de las cosas que me asombran es saber que Edison estaba prácticamente sordo. Con doce años perdió la audición en un oído y en poco tiempo sufrió una severa disminución en el otro. No deja de parecerme hasta cierto punto paradójico que haya inventado el fonógrafo, aunque al pensarlo me doy cuenta que fue gracias a esa limitación que llegó a hacerlo –regálenme unos minutos de lectura y se los cuento–.
Cuando Thomas tenía ocho u once años –las fuentes no coinciden–, fue expulsado de la escuela. Fue calificado como alumno «estéril» e «improductivo». Al parecer, era inquieto, se distraía muchísimo y distraía a los demás. «Es un pésimo estudiante y no avanza como el resto de sus compañeros; por ello no podemos permitirle que siga estudiando», escuchamos en una dramatización realizada por History Channel (el cortometraje es hermoso, si pueden véanlo). Tras la expulsión, Nancy, su mamá, tomó las riendas de la educación de su hijo en sus manos. Algo que él reconocería con orgullo toda la vida. Le enseñó a leer, a escribir, aritmética y varias cosas más. Sabemos, por ejemplo, que Thomas realizaba ambiciosos experimentos de química en el sótano de su casa que derivaban en «casi explosiones y casi desastres». También sabemos que cuando tenía nueve años, Samuel, su papá, fraguó una estrategia para motivar su lectura: le daba 10 céntimos cada vez que terminaba un libro. La estrategia funcionó y Thomas se convirtió en un lector ávido; tanto, que cuando empezó a vender diarios y algunas cosas para comer en el tren matutino que iba de Port Huron, donde vivía, a Detroit, y de regreso, pasaba las seis horas de parada en el salón de lectura de la Asociación de Jóvenes –después Biblioteca Gratuita de Detroit–. Según contó él: «comenzaba por el primer libro que encontraba en el anaquel inferior y seguía por orden con los demás hasta terminar con toda la hilera».
Pero la lectura, a ese joven curioso y lleno de ideas, no le bastaba y comenzó a realizar experimentos también en el tren, en un vagón vacío, en donde además instaló una pequeña prensa de mano, a partir de que un amigo del Detroit Free Press le regaló unos tipos. El resultado: un incendio en el vagón, que por suerte no pasó a mayores, y el Grand Trunk Herald, un semanario que editaba y producía allí mismo y del que llegó a tirar cuatrocientos ejemplares. Llegó a obtener una ganancia neta de 50 dólares a la semana, un ingreso nada despreciable y menos para un chico de trece años.
No mucho después, tras salvar a un niño en las vías del tren en Port Huron, el agradecido padre, telegrafista de la estación, le enseñó a Thomas código morse y telegrafía. Por entonces Estados Unidos estaba en plena Guerra Civil y no pocos hombres dejaban sus empleos para ir a luchar, de tal forma que no pasó mucho tiempo antes de que lo invitaran a reemplazar a uno de los operadores.
Al parecer, el todavía jovencísimo Edison no paraba de concebir experimentos e inventos mientras trabajaba, lo que hacía que no fuera un trabajador demasiado confiable. Le cambiaban de destino bastante a menudo. En palabras de su obituario de 1931, en el New York Times, se había «labrado una reputación como el operador que no podía mantener un empleo».
Si les soy sincera, no sé qué tanto tuvieron que ver en ello su ingenio y disposición para inventar cosas, como su sordera; y es que resulta que esa fue también la época en la que se empezaron a utilizar señales sonoras para el telégrafo, y él, para hacer frente a su desventaja auditiva, comenzó a trabajar en el desarrollo de dispositivos que le ayudaran a cumplir con su trabajo. A los dieciséis años inventó un repetidor automático que permitía transmitir señales entre estaciones sin personal –las señales quedaban registradas, con lo que cualquiera podía traducir el código a su ritmo y conveniencia, incluido él, claro–. Por eso creo que fue gracias a su limitación auditiva que llegó a inventar el fonógrafo. De no haber sido por su sordera, probablemente, no se habría empeñado en desarrollar todos esos inventos –gran parte de sus más de mil patentes están relacionadas con el mundo de la telegrafía; y acá una nota de color: «Punto» y «Raya» eran los sobrenombres de Marion y Thomas, su hija e hijo mayores– y, quizás, solo quizás, no se le habría ocurrido la idea de diseñar un dispositivo capaz de grabar y reproducir el sonido.
Para él –y con esta parte termino porque me parece muy reveladora y me encanta– su escasa capacidad para oír nunca fue un problema, «desde el principio encontré que la sordera era una ventaja»; «evitaba que me distrajera»; «me permitía concentrarme en los sonidos fuertes del fonógrafo y no en el resto de los sonidos de fondo»; y «me permitía acercarme a ella [su mujer] mucho más de lo deseable, con la excusa de poder escuchar lo que decía».