Era domingo, llovía, de hecho, no había parado de llover en varios días. La
gente creía que aquel aumento de las lluvias, el descenso de las temperaturas
y de la luz solar, que llevaba años atormentándolos, era un castigo divino,
como lo había sido la peste que arrasó con la población de Cremona treinta
años atrás. Por eso la misa de domingo en il Duomo estaba a reventar (aquel
periodo de largos inviernos y fríos veranos se conoce como “mínimo de
Maunder”).
Antonio también estaba allí, aunque no por las mismas razones, sino porque le
fascinaba la música. La que emitía el órgano era portentosa, pero la que
realmente le emocionaba era la compuesta por Monteverdi, un sacerdote hijo
de Cremona y padre de la ópera, que incluía el sonido dulce y a veces
poderoso de aquellos pequeños instrumentos de cuerda que tanto le
maravillaban, los violines.
Él, lo tenía decidido, algún día sería tan famoso como Monteverdi, y en
Cremona estarían tan orgullosos de Antonio Stradivari como lo estaban de
Claudio Monteverdi. Se convertiría, lo tenía claro, en el violinista más famoso
del mundo. Como sabemos, Stradivari no se convirtió en el violinista más
famoso del orbe, pero sí en el luthier más grande que ha existido jamás.
Con catorce años se presentó en el taller de Niccoló Amati, quizás con el ánimo
de construir su propio violín y cumplir así su sueño. Niccoló era el mejor
artesano de instrumentos de cuerda de la época, por no decir que el último
gran luthier vivo.
A Niccoló Amati seguramente aquel muchacho le cayó simpático, quizás vio
algo en sus ojos que no veía en ninguno de sus otros discípulos, ni siquiera en
sus propios hijos, y lo tomó como aprendiz. La sensibilidad y destreza de
Antonio resultaron sobresalientes. Tanto, que con diecisiete años consiguió que
el maestro le encomendara la fabricación, en su totalidad, de un violín.
Probablemente, en el camino, Antonio se percató de que no tenía el talento
necesario para convertirse en el mejor violinista del mundo (desde luego, no
tenía los medios ni los contactos), pero sí la pericia e intuición para crear
instrumentos tan bellos como los que hacía su maestro.
No es sino hasta 1666, cuando ya ha cumplido los veintidós años, que Niccoló
Amati le permitió poner su nombre (Antonius Stradivarius Cremonensis
Alumnus Nicolaij Amati, Facciebat Anno 1666). Nada mal para ser tan joven y
sobre todo para no ser un Amati.
Pero, honor a quien honor merece: si bien, ninguno de los hijos de Niccoló
tenía el talento que sí tenían dos de sus discípulos, Stradivari y Andrea
Guarnieri -otro luthier que pasaría a la historia, aunque más por ser el abuelo
de Giuseppe Guarnieri “del Gesú” a quien algunos consideran el mejor-, en vez
de lamentarse, decidió enseñarles todo lo que sabía, y lo hizo tan bien que
trecientos años después los violines más valorados del mundo son los creados
por Amati, Stradivari y Guarnieri “del Gesú” (quien evidentemente aprendió el
oficio de su padre e indirectamente de su abuelo -Giuseppe nació el mismo año
en que su abuelo murió-).
Volviendo a Stradivari, no resulta difícil entender que sintiendo en la punta de
los dedos o en el fondo de su corazón, de lo que era capaz y sabiendo que los
hijos de Niccoló algún día heredarían el negocio, decidiera independizarse. De
1670 data el primer violín firmado por él, pero no es hasta algunos años
después, casi diez, que logra fundar su propio taller. Es entonces cuando
empieza a mostrar los rasgos de su genialidad, experimentando de forma
revolucionaria y explosiva con los diversos componentes del violín: estrechó y
alargó sus violines (rasgo que se acentuaría progresivamente con los años, lo
que nos habla de que nunca dejó de buscar), perfeccionó el espesor de la
madera y ensayó hasta encontrar el barniz que tanto ha dado de qué hablar
(además, mejoró el arco y la construcción del mástil).
En 1682, tan solo dos años después de establecerse por su cuenta, el rey de
Inglaterra ya le hacía encargos. Y cuando murió Amati, en 1684, la mayoría de
los pedidos de todas las cortes pasaron a él. Sin embargo, los mejores violines
de Antonio Stradivari datan de los años comprendidos entre 1700 y 1725. Es
decir, cuando ya había alcanzado la maestría que la madurez y una pasión
barroca, síntesis del intelecto y la emoción, pueden otorgar.
Sólo a sus violines se les reconocen todas las cualidades en un solo
instrumento: fuerza, dulzura, poder y expresión. Resultan tan únicos y perfectos
que tienen nombre propio. “Da Vinci” y “Mesías” son dos ejemplos cuyos
nombres lo dicen todo.
A golpe de cincel, genio y amor profundo, Stradivari logró lo que tanto había
anhelado: la perfección del sonido. Un violín, dicen algunos, es producto del
arte y del espíritu de quien lo crea. Para mí, ni duda cabe. La emoción que
provoca escuchar un violín de ese calado es descomunal.
Stradivari, quien consiguió que el mundo sonara de otra manera, firmó su
último violín a la edad de noventa y dos años. ¡Qué grande! Un grande entre
los grandes.