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Hay gestos que cuando acontecen pueden parecer excentricidades de quien los realiza, hasta descabelladas locuras, pero que con el tiempo adquieren rango de legendarios. Uno de ellos tuvo lugar a finales de 1776, a mitad del Atlántico.

 

Una soleada mañana de octubre zarpó del puerto del Filadelfia rumbo a Nantes The Reprisal. A bordo de aquel bergantín de nombre temible iba un mago e inventor y político a pesar suyo; considerado, en ciertos círculos científicos, uno de los personajes con mayor reputación en Europa; también, un sabio; asociado extranjero de la Academia de Ciencias de París, y miembro de varias academias más; un patriota y un representante de los nuevos principios cívicos y de libertad (y ahí lo dejo porque si sigo no acabo). Estoy hablando de un personaje increíble de una mente inquieta, de un apasionado, de un hombre que amaba tanto los libros que dejó de comer carne para poderlos comprar (una de las muchas cosas que hizo a lo largo de su vida fue fundar la primera biblioteca de préstamo de su país). Un hombre excepcional que amanecía pensando en qué bien podía hacer ese día y se iba a la cama reflexionado sobre si lo había hecho, ese hombre no es otro que Benjamín Franklin.

 

Unos meses antes de que subiera a bordo del aquel barco curtido en combates y misiones suicidas, Franklin había participado en el comité encargado de la redacción de la declaración unánime de los trece Estados Unidos de América, es decir, la Declaración de Independencia. Por lo tanto, seguramente, todavía reverberaban como ecos en su mente aquello de: Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

 

Sin embargo, una cosa era lanzar la declaración de emancipación y otra, muy distinta, hacerla efectiva. Él sabía muy bien que, para alcanzar la ansiada soberanía y libertad, necesitaban victorias militares, pero también dinero y armas y un ejército que no tenían. Necesitaban alianzas que llevaran implícito el reconocimiento de la nueva nación. Sabía que Francia era su única opción (no solo mantenía un conflicto histórico con Gran Bretaña, sino que la sed de venganza, derivada de su derrota frente a los ingleses en la Guerra de los Siete Años, podía jugar a su favor). Pero Franklin también sabía que el país galo representaba el poder absoluto, los privilegios hereditarios y la ausencia de libertad civil. Exactamente los ideales opuestos por los que él y sus compatriotas se encontraban luchando.

 

Intuía con certeza casi absoluta que, si fracasaba en la misión que se le había encomendado, el movimiento de independencia de los trece Estados Unidos de América probablemente lo haría también. Consciente de la enorme contradicción, y de asuntos no menos complejos como el déficit acuciante al que se enfrentaba la monarquía francesa, comprendía que necesitaba algo más que su buena reputación, su carisma y su savoir-faire (estuvo quince años en Londres como representante de las colonias). Necesitaba volver a vencer al rayo (recordemos que Franklin inventó, entre un montón de cosas más, el pararrayos y que en aquella época los truenos y los relámpagos tenían un poderoso significado simbólico: Dios enviaba así sus advertencias. Vencer al rayo, en la imaginación popular, era algo que solo alguien fuera de lo común podía lograr -un mago, un sabio, un hombre extraordinario-).

 

Poco antes de llegar a Nantes mientras repasaba la vestimenta (de rigurosa etiqueta) con la que habría de presentarse ante Luis XVI, María Antonieta y la Corte en Versalles, el corazón le dio un vuelco. Cogió las pelucas que llevaba consigo (accesorio imprescindible -consumado signo de distinción y más en un acto oficial-) y convocó a los presentes. Cuando tuvo la atención de todos centrada en él, tiró, una a una, todas las pelucas al mar. Con el asombro (y quizás espanto) impreso en la cara de todos, explicó que iba como emisario de un país nuevo, un país de hombres libres e iguales y que, como tal, no podía usar prendas que estaban pensadas para marcar diferencias entre unos y otros.

 

Así, Benjamín Franklin llegó a Versalles sin peluca, sin brocados, sin encajes y sin hebillas en los zapatos. Era en efecto el abanderado de un país distinto, la imagen de un hombre sencillo, trabajador y virtuoso, un hombre a todas luces legendario que venció al rayo más de una vez.”

 

La frase de nuestro protagonista de hoy:

 

Bien hecho es mejor que bien dicho”.