“El 14 de abril de 1713 el Theatre Royal de Drury Lane, en Londres, estaba a rebosar. Tras el escenario, Joseph Addison, el autor del drama, esperaba la reacción del público, lleno de aprensión. En escena, el líder de una facción de senadores republicanos que se opone a la tiranía y a la acumulación de poder en manos de unos cuantos, se quita la vida porque no está dispuesto a recibir el perdón de César ni a doblegarse ante él. «Dame la libertad o dame la muerte», resuena en un teatro en el que nadie se mueve y todos aguantan la respiración. A Addison las piernas le tiemblan. Es un homenaje a la libertad, al individualismo y a las ideas republicanas. Es un riesgo, aquella Inglaterra de 1713 es la Inglaterra en manos de los absolutistas, los tories (los whigs no llegarían al poder hasta 1717), pero es también la Inglaterra de cuyos puertos salen constantemente hombres, mujeres y familias enteras con la esperanza de construirse un futuro mejor al otro lado del Atlántico, es la Inglaterra de las Colonias.
Cato, a Tragedy, arrasó. Gustó a todos, gustó tanto, de hecho, que años más tarde jugó un papel preponderante como fuente de inspiración en la independencia de las Trece Colonias. Patrick Henry, figura prominente de aquella lucha y uno de los defensores más influyentes del republicanismo, es conocido por su discurso «Dame la libertad o dame la muerte»; Nathan Haley, quien ejerció de espía y fue capturado por los británicos, por otra línea de aquel drama: «Solo lamento tener una única vida que perder por mi país»; George Washington basó su filosofía en esa obra y la mencionaba en casi todas sus cartas. Se dice que la hizo representar para el ejército que comandaba, y que eligió una frase del aquel libro para elogiar al general Benedict Arnold (quien terminó traicionándolo –curiosamente, Sempronio, a quien está dirigida la frase original en la obra, también urdió una traición en contra de Catón–). La frase original —«No pretenderemos el éxito; haremos más, Sempronio, lo mereceremos»— sería recogida, por Frank Smythson (sí, el de los famosos cuadernos Smythson) al abrir su exclusiva tienda en Bond Street. Para él, resumía a la perfección lo que quería transmitir con sus cuadernos: si trabajas en ellos, obtendrás el éxito. Jefferson, Adams y Franklin, hicieron otro tanto por difundir la figura del Catón de Útica y convertirlo en un ícono del republicanismo, la virtud y la libertad. Madison gozó del título extraoficial de «Censor de la República» (Catón, de acuerdo con el Diccionario de la lengua española RAE, es censor severo).
En la América Española (y esto, yo no lo sabía) cobró una importancia política si no similar, sí sustancial. En 1812 Bernardo de Monteagudo, el revolucionario argentino, llamó a todos los americanos, del norte y del sur, a renovar el sacrificio de Catón en su lucha común por la independencia de Europa. De Boston a Buenos Aires los insurrectos reprodujeron y reinterpretaron el Catón de Addison en incontables discursos, panfletos, periódicos, obras de teatro y hasta canciones, reiterando una y otra vez el mensaje de estar dispuestos a morir por su libertad.
De Catón el joven o de Útica, para distinguirlo de su bisabuelo Catón el viejo, escribieron Plutarco, Horacio, Virgilio, Séneca, Dante, Montaigne y Rousseau, por mencionar algunos (y su muerte está representada en numerosas pinturas que se pueden apreciar en algunas de las colecciones de los museos más importantes del mundo), pero fue la tragedia de Addison la que reformuló el mito. El Catón de Rousseau y de los jacobinos franceses, posterior al de Addison, por ejemplo, se parece poco al Catón «rígido y, por inflexible, peligroso», del que nos habla Plutarco, quien citando a Cicerón nos muestra un Catón que «con su mejor intención y su mayor buena fe, perjudica algunas veces a la república, pues interviene como si estuviera en la república ideal de Platón y no en la del fango de Rómulo».
Como fuere, me parece increíble que hoy, trescientos años después de aquella noche de abril en la que a Addison le temblaban las piernas, sepamos tan poco de un hombre que inspiró a los Padres Fundadores de los Estados Unidos, a Simón Bolívar, a Marat y a Robespierre, pero también a Séneca y, antes, a los grandes poetas Horacio y Virgilio (en una época en la que hablar de la república seguramente no gozaba de buena prensa); que aparece en la «Divina Comedia» como guardián del Purgatorio y que llena páginas en Montaigne, quien a través de un agudo análisis sobre Catón nos hace reflexionar sobre nuestros juicios ante la muerte, la inconsistencia de nuestros actos, la ahistoricidad de la virtud, la heroicidad y, por qué no decirlo, el fracaso político. Pero, sobre todo, y ojalá esta breve historia nos lleve a ello, a preguntarnos hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar por no perder la libertad y no ceder ante la tiranía del poder.”