“No te desanimes con el texto egipcio. Este es el momento para aplicar el precepto de Horacio. Una letra te llevará a una palabra, una palabra a una frase y una frase a todo el resto. Ya que todo está más o menos contenido en una simple letra. Continúa trabajando hasta que puedas ver tu trabajo por ti mismo.”
Hace dos siglos un hombre de treinta y un años, bastante delgado, mal vestido y de salud delicada, corría como un loco por las calles de París con unos papeles en las manos. Sólo pensaba en llegar a un lugar: al despacho de su hermano. Cuando abrió la puerta jadeando, agitó los papeles y antes de caer desmayado, dijo: ¡Je tiens l’affaire! (¡lo tengo!).
Me parece casi un milagro que podamos reconstruir momentos cruciales de la historia con tanto detalle. A veces me pregunto cómo llegaron hasta nosotros y también si serán ciertos. Algunos quedaron escritos, resistiendo al paso del tiempo y al olvido irrevocable y algunos más se perdieron para siempre. Algunos otros, mucho más importantes, estuvieron dormidos durante siglos, esperando que alguien, como el protagonista de este relato diera con la clave. Él era Jean-François Champollion y lo que acababa de descifrar era la escritura jeroglífica. Su pasión y perseverancia pusieron toda una civilización a nuestro alcance.
Veinticuatro años antes, en 1798, las campañas napoleónicas en Egipto hacían hallazgos espectaculares (tumbas, inscripciones, templos), que cautivaron la mente y los corazones de los franceses. Un año después, un soldado encontraba en Al Rashid una loza de color negro con inscripciones que parecían decir lo mismo en tres escrituras distintas. Era la piedra Rosetta y una de esas inscripciones era la enigmática escritura jeroglífica. Empezaba entonces una carrera por descifrar las escrituras del antiguo Egipto. Imposible no imaginar a nuestro protagonista, que entonces tenía nueve años, soñando con llegar a ser aquel que lo lograra. Su hermano, doce años mayor que él, y un gran políglota, sí lo hacía.
A la edad de doce años, el jovencísimo Champollion que seguía los pasos de su hermano y ya se manejaba en griego, latín, hebreo, árabe, siriaco y caldeo, conoció a Fourier, quien además de ser el prefecto de la región, había viajado a Egipto. Jean-François quedó tan fascinado con lo que les contó Fourier en el colegio y lo que vio más tarde en la prefectura (una colección de objetos del antiguo Egipto), que salió de allí dispuesto a descifrar los jeroglíficos. Convencido de que el copto le ayudaría a entender el demótico (una de las tres escrituras que aparecían en la piedra Rosetta), lo estudió a conciencia, incluso el litúrgico con un sacerdote egipcio, y siendo todavía un adolescente compiló un diccionario.
Poco después publicó una obra relacionada con la geografía egipcia que le permitió obtener una plaza como profesor en la universidad. El sueldo era miserable, pero eso no era lo que le importaba. Sentía que el tiempo se le escapaba. Comprendiendo su anhelo y desesperación, su hermano, quien también había tratado infructuosamente descifrar la piedra Rosetta, le escribió: “No te desanimes con el texto egipcio; este es el momento para aplicar el precepto de Horacio: una letra te llevará a una palabra, una palabra a una frase y una frase a todo el resto, ya que todo está más o menos contenido en una simple letra”.
Eso hizo, letra a letra y palabra a palabra, siguió progresando. Ni el hambre, ni la mala salud, ni el haber sido expulsado de su trabajo por su filia bonapartista, ni el destierro, lo detuvieron, y el 14 de septiembre de 1822 corría con la solución por las calles de París. El precepto de Horacio había resultado cierto, las palabras que lo llevaron a todo el resto fueron: Cleopatra, Ptolomeo y Alejandro.
Fue elogiado y duramente criticado, pero en 1826 logró el reconocimiento a toda una vida de trabajo y dedicación. Fue nombrado conservador de la colección egipcia del Louvre y dos años después logró ver con sus propios ojos la magnificencia y belleza de todo aquello con lo que soñó desde niño: viajó a Egipto.