Egeria
Vivirlo y contarlo
En 1884 Gian Francesco Gamurrini, un investigador italiano, estudiaba unos manuscritos medievales en la Biblioteca della Confraternita dei Laici, en Arezzo, Italia, cuando encontró algo extraño en un códice del siglo XI. Aparecían cosidas páginas que correspondían a diferentes manuscritos. Algunas pertenecían a un texto de San Hilario de Poitiers; el resto a un relato de un viaje a Tierra Santa. Lo más llamativo era que aquel viaje estaba escrito en el siglo IV por una mujer que narraba su «itinerarium» o «peregrinatio» en primera persona. Era un gran hallazgo, algo excepcional.
No solo se trataba de una mujer (créanme, no era nada normal que una mujer viajara en aquella época), sino que podía tratarse de una de las primeras peregrinas de la historia: El cristianismo, atendiendo a las fechas en las que parecía enmarcarse el relato (hubo que recurrir a algunas pistas, pero pudieron acotarse entre el año 381 y el 383), acababa de reconocerse como religión oficial del Imperio Romano (en el 380 de nuestra Era). En efecto, así fue.
Pero lo que hace de aquella mujer, de su viaje y de sus escritos algo único e increíblemente valioso es que se trata de la primera gran viajera de la que tenemos conocimiento; que sus cartas dirigidas a sus «dominae et sorores» de Gallaecia–antigua provincia romana que abarcaba la actual Galicia, parte de Portugal, Asturias y León– componen el primer libro de viajes de no ficción (la intrépida mujer, de la que se desconoció su nombre hasta varios años después, describía entusiasmada lo que encontraba y decepcionada lo que no, y lo hizo ¡mil años antes que Marco Polo!); que esas cartas están escritas en un latín vulgar en el que abundan hispanismos, lo que las convertía (y aún lo hace) en un testimonio extraordinario desde el punto de vista lingüístico para el conocimiento del latín hablado por la aristocracia hispano-romana de entonces; y que, al tratarse de una de las primeras peregrinas de la historia, sus escritos –que detallan de manera pormenorizada los lugares a los que llega, las personas con las que se encuentra y la liturgia cristiana que se practica–, constituyen una fuente esencial para conocer la fisonomía de los Santos lugares, la vida monástica en Egipto y Palestina y las ceremonias eclesiásticas en Jerusalén de aquella época.
Desde el descubrimiento de aquel manuscrito, se especuló con algunos nombres, hasta que en 1903 un monje Benedictino daba con el nombre definitivo: Egeria.
Lo cierto es que al margen de su «Itinerarium» es poco lo que se sabe de aquella valiente mujer. No se tiene certeza ni de su origen, ni de su estatus, ni de casi nada. Durante muchísimo tiempo se creyó, por ejemplo, que era monja (por lo de «dominae et sorores»), pero hoy sabemos que en aquella época temprana del cristianismo las monjas no se habían inventado aún. De igual forma, las interrogantes respecto de otros aspectos se mantienen. Hay quién cree que estaba emparentada con el Emperador Teodosio, dado que contó con escolta militar romana en algunos de los territorios que atravesó, pero hay quienes aventuran, por el contrario, que era hermana de Gala, la mujer de Prisciliano (un obispo hispanorromano). Casi nada de su vida y de quién era Egeria está claro.
Sin embargo, sus relatos nos dicen mucho de ella. Egeria era piadosa, culta (sabía griego y tenía conocimientos literarios y geográficos), de familia noble (no solo contó con escolta militar y viajaba acompañada por sirvientes, sino que se movía con desenvoltura por un Imperio Romano acosado por invasiones bárbaras, lo que hacía necesario contar con un «diploma», un salvoconducto reservado solo a ciudadanos pudientes) y, por encima de todo, curiosa: «Como soy un poco curiosa –escribe la propia Egeria a orillas del río Jordán– pregunté enseguida qué valle era aquel para que un santo monje hubiera plantado allí su eremitorio» (¿se imaginan eso en boca de una mujer en el siglo IV?).
De hecho, uno de los ejemplos más divertidos sobre su naturaleza inquieta, pero no por ello menos crítica, aparece cuando el Obispo de Segor le muestra el lugar en el que la mujer de Lot había sido convertida en estatua de sal. Egeria escribe en sus cartas: «Pero creedme, cuando nosotros inspeccionamos el paraje no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos».
La parte conservada del «Itinerarium ad Loca Sancta», como se conoce hoy el texto escrito por Egeria, comienza en el Sinaí a finales de 381 (por desgracia faltan la primera y última parte de sus escritos): «Proseguí adelante no sin grandes fatigas, pero el cansancio apenas hacía mella en mí; y si no acusaba la fatiga se debía a que al fin veía cumplirse mi deseo, según la voluntad divina». Del Sinaí se dirigió a Jerusalén siguiendo el camino que recorrieron los israelitas en el Éxodo. Desde Jerusalén, donde se quedó durante tres años visitando los lugares bíblicos, viajó a Egipto, donde visitó Alejandría, atravesó el Nilo y llegó hasta el Mar Rojo. Finalmente llegó a Constantinopla hacia mayo o junio de 384, desde donde escribió su última carta: «Tenedme en vuestra memoria, tanto si continúo dentro de mi cuerpo como si, por fin, lo hubiere abandonado».
Aquellas palabras me dejan un regusto triste. No obstante, no puedo dejar de pensar que, aunque no sepamos cómo terminó su aventura, porque esa es la verdad, sí podemos decir que ahora que conocemos su nombre y su valentía, la llevaremos en la memoria. Creo que no podemos más que reconocer y aplaudir el increíble valor de Egeria, la primera gran viajera de la historia que dejó constancia de su aventura, una mujer que, empujada por su fe, por el anhelo de saber y por su enorme curiosidad, quiso, a pesar de las dificultades, llevar a cabo un viaje extraordinario de más de 5.000 kilómetros hace más de 1.600 años. ¿No me digan que no es asombroso?
«Las mujeres deben intentar hacer las cosas que hacen los hombres. Los fracasos de unas solo serán un reto para las que vengan después».
—Amelia Earhart¨