¨En 1887, tras conseguir la oportunidad de trabajo que tanto anhelaba, Elizabeth Cochran salió entusiasmada a la calle. Resultaba inquietante, pero no lo dudó. Dijo que podría hacerlo y lo haría. Tras sortear las bulliciosas calles de Nueva York, se encerró en la modesta habitación que alquilaba y allí, frente al espejo, se puso a ensayar miradas, gesticulaciones y comportamientos extraños. Cuando sintió que su capacidad actoral resultaba creíble, se fue a una pensión para mujeres donde hizo gala de todo aquello. Pronto llamó la atención, y la dueña, alarmada por el comportamiento de aquella joven, la llevó ante un juez. Éste, tras un mínimo reconocimiento médico, ordenó internarla en el manicomio de Blackwell.
En una época en que a las mujeres se les recomendaba quedarse en casa y disfrutar de las tareas domésticas, por considerar que esa era la esfera propia en la que debían desenvolverse, Elizabeth se rebeló.
Con veintiún años (dos menos que cuando ingresó en Blackwell) leyó un artículo bastante irritante sobre el papel de las mujeres que la indignó. Ella y su madre llevaban años trabajando para sostenerse (su padre había fallecido cuando era una niña), así que estaba convencida de que las mujeres podían hacer y ser mucho más. Escribió una carta al periódico (el Pittsburg Dispatch). Al editor, aquella mirada fresca y desenfadada, le gustó y puso un anuncio buscando a la “Huerfanita solitaria”, sobrenombre con el que Elizabeth firmó. La joven se presentó y el editor le encargó que escribiera una pieza periodística sobre “La esfera de la mujer”. El resultado fue de su agrado y la contrató. Eso sí, advirtiéndole, tal y como dictaba la costumbre, que no podría firmar con su nombre. Elizabeth eligió entonces aquel por el que es mundialmente conocida: Nellie Bly (que antes de ser ella fue canción, y muy famosa).
Nellie no usó su espacio para hablar de moda, costura y jardinería (temas sobre los que escribían las pocas mujeres que, desafiando las “buenas costumbres” y su “papel en el mundo”, se atrevían a hacerlo). Usó su espacio para denunciar injusticias y protestar por las desigualdades. Escribió sobre leyes obsoletas de divorcio, sobre las condiciones de trabajo de las mujeres en las fábricas y sobre sus salarios (aplausos, por favor). Sus columnas a los lectores les encantaban y los tenían enganchados, pero a Nellie eso de que sus notas fueran relegadas a la sección de sociales, no debía emocionarle. Decidió romper -se podría decir hoy- las paredes de cristal entre las que querían encerrarla y le propuso al editor algo impensable para una mujer: viajar a México y desde allá escribir una serie de reportajes. Su aventura mexicana duró seis meses y sus reportajes fueron un éxito. Los tenía seducidos a todos, incluido a Joseph Pulitzer (sí, ese Pulitzer).
A su regreso, Nellie volvió a verse relegada a la sección de sociales. Inconforme, decidió probar suerte en la meca del periodismo, Nueva York. Tras cuatro meses y sin un solo centavo (acababa de perder su cartera y con ello los pocos dólares que le quedaban), se coló en el edificio del New York World (el periódico de Pulitzer, a quien admiraba). Recorrió los pasillos como si los conociera hasta que dio con el despacho que estaba buscando, el del redactor jefe. Él, atónito (no podía creer que Nellie Bly, la de los reportajes que llamaron la atención de todos, le estuviera pidiendo trabajo), llamó a Pulitzer. Con los dos mirándola entre asombrados y divertidos, y ella fingiendo un aplomo que no debía sentir, les propuso escribir sobre inmigración, ir a Europa y volver en un barco de inmigrantes para escribir lo que allí viviera. Tengo una idea mejor, le dijo Pulitzer. ¿Conoces Blackwell? Creo que ahí se están cometiendo abusos. He oído que encierran a las mujeres sin motivo, en su mayoría inmigrantes; y que los tratos son horribles. Queremos, dijo al fin, que finjas que estás loca, te hagas encerrar, pases allí unos días y luego lo cuentes todo (al parecer Pulitzer no creyó que fuera a aceptar, pero aceptó). Dije que lo haría y lo hice, escribió Nellie después.
Las crónicas de sus Diez días en un manicomio (el libro se puede encontrar) conmocionaron a la ciudad, hicieron historia en el periodismo, y cambiaron Blackwell para siempre: Se formó una comisión de investigación, liberaron a las inmigrantes -cuyo único padecimiento, escribió Nellie, era no hablar inglés-, despidieron a quienes torturaban a las internas (sí, las torturaban), y el gobierno dispuso un presupuesto de 850,000 dólares para mejorar el lugar (un dineral).
Nellie no paró ahí. Siguió sorprendiendo al mundo. Desafió a la ficción (y a sus editores, que no creían que fuera la indicada para hacerlo. Hazlo, le dijo al editor -contratar a otro reportero- y yo empiezo el mismo día para otro periódico y le gano): ¡Dio la vuelta al mundo en menos de 80 días! (lo hizo en 72 -también hay un libro-); y Julio Verne, a quien conoció en París, dijo que de lograrlo la aplaudiría, y la aplaudió.
Nellie Bly destapó casos de tráfico infantil, trabajó en fábricas para denunciar la explotación de los trabajadores, entró en la cárcel para denunciar torturas y fue reportera de guerra. No solo fue la primera reportera de periodismo de investigación y pionera del periodismo encubierto, sino que hizo una hazaña aún más extraordinaria (¿más?, para mí sí): Con su valentía y tesón nos enseñó a todos que se puede cambiar el mundo, derribar paredes, reales e imaginarias, y, lo mejor, ayudando a otros.”
La frase de nuestra invitada de hoy
“Desde el momento en que entré al pabellón de los locos en la isla, no hice ningún intento por seguir asumiendo el rol de la locura. Hablé y actué como lo hago en mi vida común –describe–. Y aún más extraño, mientras más cuerdamente hablaba y actuaba, más loca me creían todos excepto un doctor, cuya amabilidad y gentileza no olvidaré”.