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Published on: Las historias de vida de Maura Campillo

Mary Wortley Montagu – Es momento de hacer algo

Mary Wortley Montagu

Es momento de hacer algo

 

Era abril, el año, 1721, y el lugar, Londres, Inglaterra. Un fuerte brote de viruela se extendía por toda Europa y llegaba hasta el otro lado del Atlántico. Una mujer joven, con babuchas y algún otro toque oriental en su vestimenta, dio un golpe en la mesa del comedor donde ella y su marido tomaban el té. «Es momento de hacer algo, Edward», dijo a su esposo mostrándole el encabezado del Daily Courrant. «Esta epidemia –continuó– se está llevando la vida de muchísimas personas». «El treinta por ciento de los infectados –respondió él sin alzar la vista de un comunicado oficial que había llegado esa tarde–». La indignación de Mary Wortley era justificada. Sabía cómo evitarlo.

Mary Wortley Montagu (1689-1762), de soltera Mary Pierrepoint, vivió una vida «muy interesante» y poco convencional. De naturaleza curiosa y origen aristócrata –su papá era el duque de Kingston-upon-Hull–, no se conformó con las enseñanzas de la institutriz en la que su padre delegó su educación –la madre murió cuando ella era pequeña–, y siendo todavía una niña se pasaba horas escondida –¡cómo no!– en la biblioteca de su padre. En 1712, huyendo de un matrimonio pactado por su padre, se fugó para casarse con Edward Wortley Montagu, su mejor amigo. El padre, indignadísimo, la desheredó –aún se conserva la carta que escribió Mary a Edward la noche anterior, en la que le advierte que, de dar el paso, la tendrá que querer con lo puesto, porque no habrá más, no habrá dote, no habrá nada.

Durante los primeros años de casados vivieron en Londres y estando allí Mary contrajo la viruela. No fue la única en la familia, su hermano también. Ella sobrevivió, su hermano no. Eso la marcó profundamente. No mucho después, a Edward lo nombraron embajador en Turquía y Mary llegó a Constantinopla dispuesta a aprender y a adaptarse en serio. Cambió su ropa por la vestimenta local, adoptó sus costumbres y se integró en la sociedad oriental sin prejuicios. Eso le permitió conocer gente, entablar amistades, crear vínculos, pasear libremente por las calles y bazares, entrar en las mezquitas y frecuentar harenes y baños turcos. Todo lo describió en una prolífica correspondencia con familiares y amigos –Mary es conocida, en realidad, por ser escritora y poeta, y algunas de sus obras, como Cartas de Estambul, fueron referencia obligada del género epistolar y de literatura viajera–.

Fue allí en Estambul donde Mary observó una curiosa costumbre que conseguía mantener a raya a la viruela. Se trataba de la inoculación o variolización –que hoy nos parece lo más normal, pero entonces, a ojos de un europeo, debía resultar una locura: extraer pus de un enfermo leve para luego introducirlo en una herida abierta, a propósito, en una persona sana–.

«La viruela, tan fatal y frecuente entre nosotros, –escribió Mary– aquí es totalmente inofensiva. Existe un grupo de mujeres ancianas especializadas en esta operación y cada año, en otoño, la llevan a cabo». Maravillada, con ayuda del médico de la embajada, decidió inocular a su hijo Edward, pero también se propuso hacer algo más: «Soy lo bastante patriota –escribió– para tomarme la molestia de llevar esta útil invención a Inglaterra y tratar de imponerla».

Así, aquel día de abril de 1721, con el Daily Courrant en la mano, cansada de ver y leer cómo moría gente por todo el país y de que la comunidad científica y médica pusiera reparos a esas «exóticas costumbres musulmanas», a esos «remedios vulgares extranjeros», que ella intentaba difundir, tomó una decisión que haría historia. Desafiando las convenciones convocó a un grupo de médicos y con ayuda del que inoculó a su hijo en Turquía, inoculó a su hija enfrente de todos. Las caras de asombro y el silencio fueron más que evidentes. Su determinación no paró allí. Utilizó sus influencias para que le permitieran llevar a cabo un experimento que, estaba segura, pondría fin a todas las reservas. En agosto de ese año, en la prisión de Newgate de Londres, se les ofreció a siete prisioneros que esperaban ser ejecutados la oportunidad de vacunarse contra la viruela y, con ello, la posibilidad de quedar en libertad si sobrevivían. Todos aceptaron y todos vivieron para contarlo.

Para demostrar que la inmunización realmente protegía contra la enfermedad, Lady Wortley hizo más: una de las prisioneras fue enviada a cuidar a un niño con viruela, y durmió con él todas las noches durante seis semanas sin enfermarse –¡qué genia, menuda campaña!–.

La contribución de Mary salvó miles de vidas y fue celebrada por el poeta francés Voltaire, entre otros. Edward Jenner, que llevó el procedimiento un paso más allá y es conocido como el inventor de la primera vacuna, fue una de las personas que se benefició, siendo un niño, de la variolización –y también muchas cortes europeas: la inglesa, la francesa, la italiana y la rusa–.

Se dice que antes de morir a consecuencia de un cáncer de mama, esta extraordinaria mujer dijo: «Ha sido todo muy interesante».

 

 

 

«Las mujeres deben intentar hacer las cosas que hacen los hombres. Los fracasos de unas solo serán un reto para las que vengan después».

—Amelia Earhart¨