Skip links

Si’ahl, Le Gros

“Hace cincuenta y tres años, el 22 de abril de 1970, se celebró por primera vez el Día de la Tierra. Millones de personas en Estados Unidos salieron a las calles, se reunieron en las plazas y llenaron los auditorios y jardines de prácticamente todas las universidades del país. Algunos organizaron marchas y protestas por lo que consideraban una crisis ambiental que ponía en riesgo al planeta; otros, debates y celebraciones; y algunos más, como Pat y Richard Nixon, plantaron árboles. Ellos lo hicieron frente a las cámaras en el jardín de la Casa Blanca. Él con la camisa arremangada y ella con una amplia sonrisa y en tacones.

 

Ese mismo día, en la Universidad de Texas, un catedrático de nombre Arrowsmith pronunció ante un auditorio lleno de jóvenes que querían cambiar el mundo las palabras que el líder de una nación indígena pronunciara más de cien años atrás. En ellas, el «Jefe Indio (como se decía entonces)» explicaba al «Gran Jefe de Washington (Franklin Pierce)» porqué la tierra no se puede vender. En el auditorio, además de un centenar de jóvenes entusiastas, se encontraba Ted Perry, un profesor de cine que quedó maravillado con la belleza y la elocuencia de aquellas palabras. Al terminar el evento se acercó a Arrowsmith, a quien conocía bien, y le pidió permiso para hacer una adaptación y utilizar aquel discurso como guión para una película de corte ecologista llamada Home (Hogar). El discurso se transformó en carta, la carta adquirió matices hechos para la gran pantalla y el jefe indio y la carta en la gran pantalla causaron furor.

 

Nació así un mito: el de una carta enviada por un jefe indio al presidente de los Estados Unidos y uno de los documentos más preciados por los ecologistas, considerado en numerosos ámbitos la declaración más hermosa y profunda que se haya hecho sobre el medio ambiente. Al Gore, ni más ni menos, poco antes de asumir la vicepresidencia en 1992, la incluyó en el libro que publicó por aquellos días y que rompió récords de ventas: «Earth in the Balance». Resta decir que hoy sabemos que la carta no existió, pero el jefe que pronunció aquellas palabras, o unas muy parecidas, sí.

 

Y ese jefe, que nació alrededor de 1788 y que se convirtió en líder de las tribus suquamish y duwamish, y al que apodaban «Le Gros (El Grande)», no por su imponente tamaño de 1.82, sino por su voz –decían que llegaba hasta media milla o más de distancia cuando se lo proponía–, tuvo que haber sido realmente un grande, un groso, porque esas palabras, por muy inexactas que sean, siguen resonando con fuerza y contienen un mensaje que aún hoy conmueve profundamente (son una maravilla –se pueden leer al final–), pero también porque ese hombre fue capaz de ganarse el reconocimiento y admiración de su gente, de otras tribus y de los colonos que fueron llegando a la zona. Hizo mucho por mantener la paz en una época realmente compleja para lograrlo, pero la verdad es que no lo hizo solo. «Doc» Maynard, uno de los primeros colonos, y un hombre bastante raro que hacía cosas inusuales como trabar amistad con los indígenas, le ayudó y mucho.

 

En algún momento, David Swinson –«Doc» Maynard–, convenció al resto de cambiar el nombre del asentamiento por el de Seattle (que es el nombre de nuestro protagonista –aunque lo más respetuoso con su lengua, el lushootseed, sea transcribir su nombre como Si’ahl–). Si’ahl no quería, pero «Doc» Maynard, que creía necesario el gesto –diría que indispensable, pues era un claro mensaje de paz y de amistad–, lo convenció de aceptar y a los demás de pagarle anualmente a modo de compensación por las molestias que causaría a su espíritu el que se pronunciara su nombre después de muerto (¡si supiera! Seattle se convirtió en una de las ciudades más grandes de Estados Unidos y la más importante del noroeste).

 

Poco menos de dos años después de que Seattle pasara a llamarse así, un 12 de enero de 1854, el jefe Si’ahl recibió a Isaac I. Stevens, gobernador y comisionado para los asuntos indígenas de los territorios ubicados en ese extremo del país. Stevens portaba la propuesta del «Gran Jefe de Washington» para comprar las tierras que pertenecían a sus ancestros (recordemos que aquella era la época en la que la política de expansión hacia la costa oeste invitaba a las tribus indígenas originarias a vender sus tierras o a rendirse). Si’ahl –narran las crónicas– le puso la mano en la cabeza al gobernador, y sin quitarla de ahí, pronunció durante media hora el famoso discurso que se reprodujo, por primera vez para un periódico, treinta años después. No eran las palabras exactas, como tampoco –hoy lo sabemos– lo fueron las difundidas en los años 70 del siglo pasado cuando se difundió profusamente. Aun así –y esto también lo sabemos–, los pueblos o naciones indígenas valoraban muchísimo la elocuencia y la honestidad, cualidades sin las cuales nadie podía llegar a convertirse en jefe. Para ellos la palabra viva y auténtica era, y sigue siendo, sagrada. No sorprende, pues, la fama y reconocimiento que alcanzara el jefe Si’ahl, ni tampoco que su discurso causara el impacto que causó, está claro que la elocuencia y la palabra eran su superpoder.

 

He aquí –y con ello termino, porque me parece que no hay mejor manera de hacerlo– algunos fragmentos de la versión más fiel a lo que se cree fueron las palabras originales de Le Gros, el Jefe Si’ahl:

 

«Cada parte de esta tierra es sagrada para mi pueblo […] Por eso cuando el Gran Jefe de Washington nos hace saber que desea comprar nuestra tierra, nos está pidiendo mucho […] Esta tierra es sagrada para nosotros […] El agua que fluye en los torrentes no es agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, deberán recordar que ella es sagrada para nosotros, y deberán enseñar a sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados […] Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed […] Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también, y deberán tratar a los ríos con la bondad que le dedicarían a cualquier hermano […] El hombre blanco no lo entiende. Para él un trozo de tierra es como cualquier otro […] La tierra no es para él una hermana, sino una enemiga, y cuando la ha conquistado sigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus ancestros y el derecho natural de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como cosas que se pueden comprar, depredar y vender, como las ovejas, el pan o las cuentas de colores […] Lo que acontece a la tierra, acontece a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen al suelo, están escupiendo sobre sí mismos. Esto sabemos. La tierra no pertenece al hombre blanco, sino que el hombre blanco pertenece a la tierra. Esto sabemos. Todas las cosas están conectadas». “