Skip links

En 1794, con solo dieciocho años y sin haber puesto un pie en la universidad,
no porque no quisiera, sino porque no se lo permitían, Monsieur Antonie-
August Le Blanc se hizo con los apuntes de las clases que dictaba el
eminente matemático Lagrange (sí, ese Lagrange). Al final del curso decidió
enviarle un trabajo académico, como hacían quienes sí estaban debidamente
inscriptos en su clase. Lagrange quedó impresionado. Tanto, que lo invitó a
hablar, cara a cara, de sus ideas tan originales. Felicitación y sorpresa de por
medio, le animó a seguir trabajando y se convirtió en algo parecido a un
mentor.

No mucho tiempo después, Monsieur Le Blanc quedó deslumbrado con la
lectura de Disquisitiones Arithmeticae (1801) de Frederich Gauss (sí, ese
Gauss). Y, una vez más, optó por enviarle sus impresiones y cálculos sobre el
denominado último teorema de Fermat (sí, ese Fermat). Gauss quedó
admirado. Elogió su talento y se lo hizo saber. Inició así un intercambio
epistolar más bien irregular pero sostenido, y también una gran amistad (como
buen genio, me imagino a Gauss absorto y olvidándose de contestar).

Cuando el señor Le Blanc y Gauss llevaban un par de años escribiéndose,
Napoleón invadió Prusia. A Le Blanc, entonces, le vino inmediatamente a la
memoria un recuerdo de juventud: tendría trece años, sus papás no la dejaban
salir de casa, era 1789. Es decir, plena revolución francesa. ¿Escribí, la
dejaban? Ah, sí. El señor Le Blanc, ni era señor ni se apellidaba Le Blanc. La
protagonista de esta historia es la gran matemática, física y filósofa,
autodidacta, Sophie Germain (no sé qué me impresiona más. Si que fuera
todo eso: matemática, física y filósofa. O que fuera autodidacta). El caso es que
Sophie se acordó de aquella época. Se acordó del libro que le cambió la vida.
Aquel, con el que empezó todo. Aquel, que la llevó a enamorarse de las
matemáticas y estudiar latín para entender a Newton y a Euler. Todo eso por
su cuenta y a escondidas de sus padres, quienes no entendían su pasión y
llegaron a apagarle el fuego, esconderle las velas y hasta las mantas, para que
no se quedara leyendo (luego, terminaron apoyándola). El libro, además, en el
que descubrió que las matemáticas eran tan fascinantes que Arquímedes
perdió la vida por seguir trabajando en ellas. Por eso pensó en Gauss y,
temiendo que pudiera sucederle algo parecido, le pidió a un general amigo de
la familia, que se cerciorara de que el matemático no sufriera la misma suerte.
El soldado que se presentó en la casa de Gauss, le dijo que iba de parte de la
señorita Sophie Germain. Gauss no tenía ni idea de quién era ella. Cuando lo
supo, esto fue lo que le escribió:

“Pero cómo describirte mi admiración y asombro al ver que mi estimado
corresponsal Sr. Le Blanc se metamorfosea en este personaje ilustre que me
ofrece un ejemplo tan brillante de lo que sería difícil de creer. La afinidad por
las ciencias abstractas en general y sobre todo por los misterios de los
números es demasiado rara (…) Pero cuando una persona del sexo que, según
nuestras costumbres y prejuicios, debe encontrar muchísimas más dificultades
que los hombres para familiarizarse con estos espinosos estudios, y sin
embargo tiene éxito al sortear los obstáculos y penetrar en las zonas más

oscuras de ellos, entonces sin duda esa persona debe tener el valor más noble,
el talento más extraordinario y un genio superior.”

Tal fue la admiración que sintió por ella, que Gauss pidió que se le otorgase el
Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Gotinga, donde trabajó toda su
vida. Se lo concedieron, pero no en vida. Sophie murió a los cincuenta y cinco
años tras sufrir un cáncer de mama.

Son muchas las contribuciones de esta excepcional y apasionada autodidacta.
Baste mencionar que su disertación filosófica, publicada de forma póstuma, fue
elogiada por Auguste Comte -sí, ese-. Sus contribuciones a la física le valieron
el mayor reconocimiento posible (en vida, por suerte): el Prix Extraordinaire
(algo así como el Nobel de la física y de las matemáticas de aquella época). Y
en matemáticas, su trabajo sentó las bases para que en 1995 se resolviera, por
fin, el último Teorema de Fermat. Su huella es tan grande e importante que hoy
cualquier estudiante de ciencias conoce los números primos de Germain y el
Teorema de Germain.

Me pregunto qué otras contribuciones, habrá escondidas en las cartas
enviadas por el señor Le Blanc, que aún no conocemos, y sobre todo, hasta
dónde habría podido llegar Mademoiselle Germain de haber tenido acceso a
una educación formal.