Fue maravilloso leer, de chico, “El Mundo del Silencio”, de Cousteau. Subyuga la inmersión en aguas profundas. No hay silencio absoluto, sino otros sonidos, Escuchamos nuestra respiración, las burbujas que emitimos. Las ballenas se comunican entre sí a través de los mares. Hay una armonía extraordinaria en ese “silencio”.
Hay belleza en los sonidos del mar, reflejados por Debussy. O en un bosque, en la Pastoral de Beethoven. Gershwin se inspiraba en trenes, hasta en martillos de obra para iniciar alguno de sus temas. Los sonidos aportan contenidos, dicen cosas, nos reflejan, Todo comunica, decía Paul Watzlawick.
Aquí se termina, amigo lector, la bucólica introducción, repleta de añoranza. Porque en nuestras ciudades se ha enseñoreado un personaje gritón, molesto y enfermante: Don Estruendoso Ruido, que golpea por doquier.
Don Ruido es una especie indeseable de sonido: según la Real Academia, es aquél que molesta o incomoda a los seres humanos, o que les produce un resultado psicológico y fisiológico adverso (sic).
Desde la semiótica, se define a Don Ruido como una interferencia que impide u oscurece la comunicación. El ruido no aporta, ni es útil, ni comunica. Siento al ruido como un sonido en ruinas, sin sentido de ser.
El ruido, según las acepciones, enferma a las personas, las incomunica, es desagradable… tiene todo para ser rechazado y expulsado de nuestro seno social.
Pero vivimos con él, lo dejamos enseñorearse de nuestro ambiente. Leyes intentan regularlo (ley 1540 en Buenos Aires), pero parece ser que la norma no tiene mucho éxito.
Buenos Aires es… la octava ciudad más ruidosa del mundo. He aquí a las diez peores ciudades para la paz de los oídos y la calma de los espíritus: Bombay, Calcuta, El Cairo, Nueva Delhi, Tokio, Madrid, Nueva York, Buenos Aires, Shanghai y Karachi.
Me pregunto por qué y me viene una respuesta… surrealista y paranoica. Se los susurro, cauteloso: los sistemas de alertas, para prevenir accidentes o robos, están diseñados por enemigos acérrimos de la sociedad. Ya lo pruebo.
Me tocó vivir en coqueta calle cerca del Rosedal. En la vereda de enfrente, estacionaba un auto blanco, aparentemente modesto y recatado. A la madrugada, alguno que se apoyaba en él, para apurar la última birra, desataba su alarma anti robos. Aclaro que, por desgracia, nunca fue robado. Reiteró varias veces por semana su estruendoso ruido, pertinaz, durante años.
Creo, sinceramente, que los constructores de alarmas le faltan al respeto a los cacos, ladrones de autos y sustractores de cubiertas. Según me informan expertos policiales, un profesional de esos rubros deja un auto sin cuatro llantas en menos de tres minutos y viola su arranque eléctrico en veinte segundos.
No creo saber más sobre robos de autos que los constructores de alarmas. Entonces, diseñadores sádicos e insensibles: ¿por qué crean alarmas que suenan tres minutos, y después de unos segundos, de prometedor silencio, enfurecen y vuelven y vuelven, y vuelven a sonar, a veces más de media hora?
De haberse robado el auto, en ese lapso ya reposaría a diez kilómetros, en un protegido desarmadero. O en dos minutos, cual Cenicienta, quedaba descalzo tras medianoche.
¿Que yo exagero? Que tire la primera piedra el que no se haya enervado escuchando, de día o de noche, una alarma estúpida gritando como Pedro, “viene el lobo”, “viene el lobo”, sin más que corderos alrededor. Si hubo un lobo, o bien ya no hay auto, ni moto, o el lobo se fue. No se queda a mirar.
Ni qué decir de los autos que arrastra la grúa municipal, chillones que gritan su inútil alarma por todos los barrios, hasta su triste destino de encierro y multa.
No es el único ejemplo de dislates sonoros, cubiertos con la máscara de cuidarnos y protegernos. Apenas uno más. ¡Dios le garantice el cielo a quien viva en una cuadra con una o dos playas de Estacionamiento, porque ya conoció el infierno!
Los garages son como una noche de verano, suenan las chicharras sin parar. Suenan cuando entra el auto, cuando sale su dueño, vuelve a pagar y cuando sale. Como en una canción para niños, ¡no cesa, no cesa, no cesa de sonar!
La chicharra, más trabajosa que la hormiga, se escucha en toda la cuadra y hasta el décimo piso también. Constatado lo tengo. Como suena el doble de veces y de tiempo que lo necesario, el peatón ya no hace caso. Y un no vidente me confesó que se guía por el sonido del motor del auto, no confía en las chicharras.
Somos una Ciudad Estruendosa, que no respeta sus reglas. Según la ley 1540 de la Ciudad los sonidos no deben superar 65 decibeles de día y 35 de noche. Lejos estamos. Los colectivos emiten 85, superados por los camiones de recolección de basura. Amigo lector: bájese un medidor de sonido al celular y constate, de noche, los decibeles de esos camiones municipales. ¿Estaba por dormir? Lo siento.
Todo esto fue contado con deliberada sorna, para sonreír. Pero el INDEC (Instituto Nacional de Estadística y Censos de Argentina) nos dice que hay un 10,2% de la población con problemas de audición. Casi 5 millones de personas. No está bueno figurar en el ranking de las ciudades más ruidosas.
No se trata sólo de las normas dictadas. Aunque sea bueno revisarlas, no son muy diferentes en las ciudades más silenciosas. Se trata de aplicarlas, no mecánicamente, sino con esa inteligencia del otro que se llama respeto.
La IUSperanza es hacer más vivible la ciudad. Una ciudad con menos ruidos de las cosas, con mejor diálogo entre las personas. Respetar y convivir. ¿Lindo, no?”