Somos inquietos. En los fines de semana largos, nos gusta descubrir paisajes, posadas encantadoras. Ir por nuevos caminos, pasear, experimentar, conocer, atesorar recuerdos. Somos algo nómades también, cambiando de trabajo, de barrio, de ciudad o de país.
Donde va nuestro espíritu curioso, nos sigue nuestro cuerpo, fiel escudero. Que tiene su historia, que luchó o enfrenta quizás alguna batalla brava, con sus fortalezas y debilidades. Y donde esté ese cuerpo, merece ser atendido, con conocimiento y cuidado.
Ojalá nunca, pero si algo nos sucediera en lugares lejanos, descubriremos que somos desconocidos para quienes nos atiendan. Lejos de nuestro hogar, la historia de nuestro cuerpo -lo que necesita o le pasó-, no lo sabe nadie, ni tiene cómo.
Importa, y mucho, que un médico sepa lo que otros diagnosticaron, operaron o medicaron. Un estudio reciente en España mostró que las clínicas que accedieron a la Historia Clínica Electrónica, HCE, redujeron los errores de medicación en un 54% y evitaron un 34% las reacciones adversas a los medicamentos. ¡A despertarse, que reducir los errores a la mitad es un logro mayúsculo!
En España, más del 95% de los médicos de atención primaria tiene acceso a la HCE. El Sistema Nacional de Salud fue el gran conector de los sistemas de las autonomías, de Andalucía al País Vasco. Hoy alcanzan a toda la población, porque se logró, en el 2020, que todas las recetas españolas fueran electrónicas. También 18 países europeos legislaron el acceso a las historias digitales. Vamos hacia un sistema global, sin fronteras.
En Argentina, dimos los primeros pasos en 1998. Hoy algunos establecimientos, obras sociales y prepagas están avanzados. Pero no se conectan entre sí. Y algunas historias de vida muestran que es imperioso lograrlo.
Hace dos meses, en la populosa Avellaneda, Beatriz, jubilada de 70 años, preguntó por su médico de cabecera, que la atendía, sonriente, desde 1990. “El Doctor se jubiló la semana pasada”, le dijeron. Beatriz descubrió que, con él, volaron sus estudios, tratamientos y antecedentes clínicos. No los guardaba su obra social. Ni tenía la obligación de hacerlo. ¡Pobre Beatriz! Tuvo que explicarlo todo de nuevo, con las palabras inciertas que usamos los legos. ¿Qué sensación de desamparo, no? Duele.
Cuando comenzó la pandemia, hubo intentos de crear poderosos algoritmos, que analizaran en cada localidad o barrio los datos de salud, en el trabajo y en la casa, correlacionados con los de transporte, para diseñar una estrategia de aislamiento a medida, por barrio. Se buscaba así evitar el dictado de normas generales que, sin datos, podían resultar, según la zona, excesivas o insuficientes.
Una treintena de empresas de software, las mejores, diseñaron en tiempo récord un modelo colaborativo. Pero no hubo datos suficientes para cargar. Ni los distritos médicos comparten entre sí los datos médicos, ni las provincias con Nación. Y la receta digital está en pañales. Sin acceso a esos datos primarios no se pueden correlacionar enfermedades afines, niveles de contagio, geolocalizados en tiempo real, y otros datos útiles para disminuir riesgos, frente a un fenómeno inédito en el mundo.
Tenemos hoy más consciencia que nunca de la importancia de que la salud esté al servicio de cada uno, y la información médica disponible dónde y cuándo la necesitemos. Hay aspectos técnicos a implementar: la interoperabilidad de los sistemas abiertos, la integración de datos que puedan conversar entre sí. Sólo falta decidirlo.
El Norte es claro. La Iusperanza es bella. No queremos que se pierdan los datos que le puedan mejorar o salvar la vida a Beatriz. Nunca la conoceremos, pero este logro sería una bella manera de amarla, de cuidarla.
¡Beatriz, te queremos! Haremos todo lo que podamos, insistentemente, ladrillo a ladrillo, para que, ni a vos, ni a nadie, le vuelva a pasar. Que donde estés,¡ sepan cuidarte bien!.