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De chico, adoraba pedir el asiento de la ventanilla en el avión. Desde ahí veía todo. La ñata pegada al vidrio, vigilaba las lentas oscilaciones del ala, escrutaba los paisajes hechos miniatura, admiraba las desafiantes montañas mendocinas o alpinas. Al aterrizar, se ensanchaban sus alas de águila que se posa. En los viajes largos, contemplaba continentes enteros sin cansarme.

 

Los mapas fueron la síntesis anticipada del big data de los territorios conocidos. De niño, hacía girar el globo terráqueo escolar, pensando que lo recorría al leve impulso de la mano. Desde su casa, sólo con mapas e imaginación, Julio Verne escribió la vuelta al mundo en 80 días (se mareaba navegando y nunca viajó).

 

Una ventana para todos los paisajes, un mapa para cualquier geografía… Hoy, en plena explosión digital, manejando trillones de bits de información, estamos aún lejos de la ventanilla única, entre el ciudadano y su gobierno, de ese lugar de ingreso digital, amigable, donde nos reconocen y ayudan.

 

El paradigma de la ventanilla única es no tener que cargar, ni menos buscar, datos que la Administración ya posee en alguna repartición. Según lo que uno quiera hacer, el sistema debería buscar lo que tiene, actualizar datos y resolver lo solicitado. Salvo casarse o testar, todo podría hacerse desde esa ventanilla digital, sin navegar diversos sitios de gobierno, corriendo o tecleando, cual desgraciado hámster burocrático que hace girar la rueda para juntar u obtener la información que ya tienen.

 

Pero eso ya está, me dirán. ¿Les cuento? Es gracioso. Tenía un auto, noble y vetusto, que vendí una década atrás. Su nuevo dueño lo abandonó en la calle. Hace cinco meses, la Dirección competente avisó que en 10 días lo iban a retirar y desguazar. Así se fue, al cielo “delle belle macchine”, con el recuerdo de tantos viajes y años de compañía leal.

 

Solté la carcajada hace pocos días. Haciendo trámites, una muy atenta servidora pública me ofreció pagar por adelantado… la patente del mismo auto, desguazado hace cuatro meses por la oficina vecina.

 

Borges me diría que soñé el fin de mi auto; que quien nos sueña, a mí y al auto, lo mantendrá, rugiendo su motor por seis vidas más, cual avatar en un universo cuántico… ¡en que sobrevive también la oficina que me quiere cobrar! Estoy esperando que multen, por mal estacionado, al bloque compacto de chatarra para escribir un cuento fantástico formidable.

 

La incongruencia es divertida y obvia. Si no informo la baja a la dirección de patentes (haciendo de hámster circulatorio), seguirán cobrando tasas por el auto que desguazaron. No me asombra que, donde sea, voten muertos, se cobren impuestos a empresas disueltas, o sucedan tantas otras fantasías surrealistas.

 

Todo está listo, en teoría, para que los servicios y datos gubernamentales, con inteligencia, se puedan coordinar a nuestro servicio, sus pasajeros digitales. Que tengamos esa ventana única desde la que vemos a lo lejos doblarse la tierra. Mi Iusperanza es que tomen en cuenta que nos conocen desde que nacemos, y saben mucho más desde entonces. ¿Por qué me lo vuelven a preguntar, por qué actúan como si no supieran? ¡Quiero mi ventanilla!